martes, 9 de agosto de 2016

¿Una destrucción consciente?


Antes de que el lector se sumerja en esta entrada, quería aclararle que yo soy un joven más. Un joven moderno que ha hecho algunas de las cosas que aquí se detallan. Sí, yo estoy también en esto, pero llevo tiempo preocupado y quiero elaborar una reflexión crítica que sirva a nuestras generaciones.

Cuando en España la tasa de desempleo juvenil ha bailado un lento y agónico tango sobre la mitad del colectivo, surge entre los jóvenes el desánimo colectivo. 

Para cualquiera que tome unas cañas con sus amigos, la charla acaba derivando más temprano que tarde en la mala situación laboral, bien porque afecte directamente a integrantes del grupo o a conocidos. Se encadenan entonces críticas al modelo educativo, a las decisiones de gobiernos y empresarios, a la iniciativa social... Menos mal que el amargor dura poco (al fin y al cabo la cerveza se concibe para el disfrute), y el buen humor se entromete y arrastra lejos ese tema para hablar de anécdotas divertidas y de planes prometedores...

Hay algo de lo que se habla menos. La culpa siempre parece de otros. Es más difícil observar que los delgados hilos de la responsabilidad pueden empezar a tejerse en las manos de cada una de nuestras irreflexivas decisiones. Quizás algunos construyamos con paciencia y desconocimiento una sofisticada trampa que puede asfixiarnos dentro de poco tiempo.

Me gustaría llamar la atención sobre muchas de las alternativas al ocio que existen hoy en día, en gran medida facilitadas por el avance tecnológico. No daré nombres de algunas de estas aplicaciones, porque creo que todos las tenemos en mente. Durante las vacaciones, muchos han viajado a lugares lejanos y han alquilado habitaciones de un particular que las oferta en una página web. Desde luego, no se han generado muchos puestos de trabajo en la hostelería gracias a ese acto. Así como tampoco habrá ayudado a los trabajadores de autobuses o trenes haber compartido un coche con un desconocido para realizar el trayecto.

También afecta a la compra de cada día. Hoy en día es posible adquirir una gran cantidad de artículos a través de la red, muchos de ellos podríamos conseguirlos en tiendas locales que cada noche temen cerrar la persiana para siempre. Preferimos comprar comida de menor calidad a un bajo precio que pagar su justo valor en otro establecimiento, tras habernos deslomado montando un mueble para ahorrarnos lo que hubiera costado la integridad del servicio. La cesta de la compra ya no la controlan las manos de una cajera de supermercado, sino que nos agolpamos en torno a una máquina que sustituye al toque humano.

Cierro con una reflexión. Hace ya unos años, fui peregrino del Camino de Santiago. Durante un tramo especialmente duro mis cansados pies soñaban con pisar tierra, ya que hacía medio kilómetro que recorríamos un suelo de piedras desordenadas que torturaban el andar. Y se me pasó por la cabeza la idea de que yo solo poco podría hacer, pero si cada uno de los que pasábamos por allí retiraba una piedra del camino, el tramo sería más agradable para todos.



miércoles, 17 de febrero de 2016

Cuando las series transmitían valores de familia y alegría

Hoy ha fallecido George Gaynes, quien hacía de padre adoptivo de Puny Brewster en la serie homónina de televisión. Alguien pensará que por qué decido escribir sobre un tema algo banal cuando llevo mucho tiempo sin escribir nada en este espacio por falta de tiempo.

Este suceso me ha hecho recordar la serie, o al menos, me ha hecho encontrarme con mi visión de la serie que veía de pequeño. No veía todos los capítulos ni era un fan, pero sí que me gustaba encontrármela cuando pasaba las cadenas. Ahora creo entender por qué. Era un planteamiento quizás no muy original pero muy profundo, y quizás eso me hace recordarla tanto. 


Por un lado, una niña huérfana que vive en la calle mendigando por la caridad. Por otro lado, el señor mayor rico y ávaro, que pasa por encima de los pies de un mendigo. Sus vidas se encuentran cuando la niña decide ocupar su casa para vivir allí con su perrito. Tras echarla de su casa, el señor se arrepiente y digamos que la adopta (nunca estuvo muy clara la situación legal de esa adopción). Y desde entonces lo que era entrañable es que a través de episodios más bien insustanciales, llenos de pequeñas aventuras para niños y de risas enlatadas oxidadas, había un trasfondo muy feliz. 


La niña aprendía del nuevo padre y viceversa. El gran rico por fin aprendía a sonreír en su vida por la ilusión que traía su nueva compañera, a cada pequeña travesura él aprendía a vivir la vida a sorbos de nuevo, pese a su fatiga y a su vejez. Y la niña afrontaba las mayores dificultades de la vida de la mano de alguien con mucha experiencia, que inesperadamente tenía mucho tacto para entender a alguien tan pequeña, aún cuando nunca había tenido contacto con nadie de su generación. 

Resulta curioso que una dulzura parecida a esta quizás jamás la volvamos a ver en una televisión tan degenerada como la de hoy en día.